sábado, 3 de enero de 2009

La Muerte

ASOMO AL MUNDO DE LA MUERTE*

César Sparrow


Hay una constante en casi todas las culturas a través de la historia en su actitud con respecto a la muerte: la creencia en la inmortalidad del alma y la consiguiente costumbre de guardar a sus muertos en recintos especiales. Desde las pirámides egipcias, los fardos funerarios de Paracas Necrópolis o los rituales de la Extremaunción o los Santos Óleos en la muerte cristiana, puede observarse la recurrencia de los pueblos en el ejercicio de aplicaciones mágicas destinadas a la preservación de la vida después de la muerte. Freud entiende a lo inconsciente como desprovisto de todo rastro que hiciera pensar en la presencia de algo semejante al miedo a la muerte, sin embargo define las actitudes de devoción o culto hacia el muerto como expresión del temor a que éste regrese del Más Allá a llevarnos consigo en venganza por las malas acciones que de alguna manera le habríamos dirigido estando en vida. Conjuramos por medio de estos ritos el pánico ante la posibilidad de dicho castigo, y en esta reacción puede vislumbrarse el principio del sentimiento de culpabilidad, el arrepentimiento, la congoja, el duelo y los estados depresivos.

Tal vez la única civilización que ha escapado a esta constante de la creencia en la inmortalidad del alma haya sido el pueblo hebreo, en el que no encontramos por ninguna parte referencias a dichas creencias o la existencia de cualquier tipo de culto orientado a la conservación del alma (Eclesiastés 9:4-10); inclusive podemos hallar en las Escrituras advertencias sobre la inexorabilidad de la muerte (Ezequiel 18:4; Salmos 22:29). Con el cristianismo retorna esta esperanza en las expectativas de la Vida Eterna (Juan 3:16), pero es recién con el apóstol Pablo que el sacrificio de Jesús adquiere las dimensiones de la redención en las figuras del Juicio Final y la resurrección de los muertos (Hebreos 6:2). A través de la Edad Media se intentó mantener el dogma del Juicio Final y la resurrección de los muertos, pero era esperar demasiado la aceptación de tales dilaciones por parte del pueblo ignorante y misérrimo que pretendía satisfacciones más cercanas a sus sufrimientos. Así se adoptó la creencia en el “seno de Abraham” que sería un lugar de alivio y consuelo en el tránsito del alma de la muerte terrena en espera del día del Juicio Final. San Agustín escribiría acerca de un amigo suyo recientemente fallecido: “Ahora vive en el seno de Abraham. Sea cual fuere el estado que represente ese seno, allí mora Nebridio, mi dulce amigo..., pues, ¿qué otro lugar existe para un alma como esa?” Más adelante se gestarían formas más afines a la constante de la inmortalidad del alma, las cuales cobrarían actualidad definitiva en la singular Commedia de Dante: las formas del Cielo, el Purgatorio y el Infierno, que fueron a su vez adoptadas por la Iglesia e integradas aun parcialmente a su liturgia, no obstante su plena vigencia en nuestros días.

Al igual que sobre el amor, sobre la muerte también podemos ser mucho mejor aleccionados por los poetas que por cualquier tipo de psicología. Inclusive la antropología, las religiones y la filosofía tendrían mucho más que decirnos sobre la muerte que los psicólogos. De entre los clásicos, tenemos al filósofo latino Séneca, contemporáneo a Jesús, quien en su De Brevitate Vitae (“De la Brevedad de la Vida”) escribiría lo siguiente: “Brevísima es y agitadísima la vida de aquellos que olvidan el pasado; descuidan el presente y temen el futuro; cuando llegan a sus postrimerías, comprenden los infelices, a deshora, que en sus días se afanaron por no hacer nada... su frenesí los agita con pasiones desordenadas, que los empujan a aquello mismo que los amedrenta; hartas veces desean la muerte por lo mismo que la temen... Larga les resulta la dilación de toda cosa esperada; pero aquel tiempo por que suspiran es breve y precipitado, y aún le abrevia más su propio vicio; por eso se trasladan de un sitio a otro y no pueden detenerse en ningún deseo. No son largos los días para ellos; son aborrecibles; y, al contrario, cuán fugaces les parecen las noches que pasan en brazos de las meretrices o atollados en la embriaguez... ¿Pueden dejar de parecer brevísimas las noches a quienes las compran tan caras? Pierden el día en la expectación de la noche, y pierden la noche con el temor del día... Nadie restituirá los años; nadie te los devolverá... Y ¿qué ocurrirá? Que tú estás descuidado y la vida se apresura; y entretanto, se presentará la muerte, a cuyo poder, lo quieras o no, has de pasar”.

La Edad Media fue una época particularmente prolífica en cuanto a los temas relacionados con la muerte. Por ejemplo, una inscripción necrológica en la tumba del Príncipe Negro en Canterburry reza lo siguiente:

Tal como sois, así era yo,
Tal como soy, así seréis.
Poco pensé en la hora de la muerte,
Mientras disfruté el don de respirar.
Pero ahora soy un pobre cautivo,
Hundido en el suelo, aquí estoy,
Mi gran belleza toda se ha ido,
Mi carne está gastada hasta los huesos.

En general, el arte gótico se caracterizó por un excesivo despliegue de ostentación y un gusto morboso por los temas fúnebres. Una tradición monástica ampliamente difundida consistía en la comparecencia de cráneos humanos, Memento mori (el recuerdo de la muerte) que tenía relación con los manuales sobre el “modo de morir” –Ars moriendi– en donde se enunciaba que el estado de ánimo en el momento de la muerte determinaba el futuro del alma en la otra vida: “Toco a los enfermos a que se arrepientan en espera de la vida que llega al expirar”. ”Puesto que la muerte no tiene remedio, mejor es que nos preparemos a morir para que así podamos vivir después de muertos –Timor mortis conturbat me –In inferno nulla est consolatio (en el infierno no hay consolación)”. Asimismo el tema del Memento mori dio lugar a la aparición del asunto de “Los tres vivos y los tres muertos”, consistente en representaciones gráficas bastante explícitas de la degradación y corrupción del cuerpo humano. Una versión de este tema donde se aprecia a tres caballeros luchando encarnizadamente con unos esqueletos dice: “¿Por qué no procuras por ti frente al día del Juicio Final, en que nadie será excusado ni defendido por otro, sino que la carga de cada hombre bastará por sí misma? Ahora, tu labor es fructífera; tu llanto, aceptable; tus lamentos audibles; tu sufrimiento, satisfactorio y purgador... Mejor es terminar con todo y purgar tus pecados y tus vicios aquí, que guardarlos para ser purgados en el futuro... Preocúpate y arrepiéntete ahora de tus pecados, de modo que puedas estar a salvo el día del Juicio, junto con los elegidos”. La Gran Peste Negra que asoló Europa en el siglo XIV motivó un especial énfasis en la cuestión de la muerte. En Francia incentivó la propagación de “La Gran Danza Macabra” (La Grant Danse Macabre), donde se veían cadáveres en estado de putrefacción salir de sus tumbas y perseguir a los vivos por sus pecados. Uno de los primeros libros publicados en la historia, inmediato a la aparición de la imprenta, concierne a la Danza Macabra, y en él se visualiza a la Muerte llevándose a los impresores de la propia publicación y hasta al librero.

François Villón, el poeta más individual de la Edad Media fue sentenciado a muerte y luego felizmente absuelto. Más adelante volvería a ser arrestado, condenado a muerte y otra vez perdonado. Seguramente, a la postre, encontraría el fin que tanto habría anunciado en su Testamento que contiene su propio epitafio como ahorcado:

Hombres, hermanos que aún seguís viviendo,
No seáis con nosotros duros de corazón,
Que si sabéis apiadaros de nosotros,
Antes Dios se apiadará de vosotros.
Aquí estamos ahorcados cinco o seis,
Y la carne que tanto alimentamos,
Es ahora devorada y corrompida,
Y los huesos serán polvo y ceniza,
Que no se ría nadie de nuestra triste suerte;
Pero rogad a Dios que nos quiera perdonar a todos.

Aún Shakespeare es bastante más medieval de lo que corrientemente podría suponerse. Por ejemplo, en un parlamento de su Julio César escribe:

Ay, pero morir e ir no sabemos donde;
Yacer en fría envoltura y pudrirse;
Que este sensible movimiento cálido se convierta
En un terrón heñido; y el espíritu placentero
Nade en terribles corrientes o resida
En la región espeluznante del grueso hielo;
Ser presa de vientos ciegos,
Y arrastrado con violencia incansable
Por el mundo suspendido; o estar peor que lo peor
Que imaginan los sin ley e inseguros
Al gritar: esto es demasiado horrible.

De otro lado, en América, no era rara la efectuación de sacrificios humanos con el fin de aplacar la cólera de los dioses regionales, práctica que alcanzó proporciones masivas entre los aztecas. Es probable que las ilustraciones de esqueletos con sombreros mexicanos, pistolas y botellas de tequila (en algunos casos, además, flores) no sean sino una variante americana de la Danza Macabra. También la muerte en la forma de “La Parca” con su guadaña puede que proceda de este tema original. España no tuvo la posibilidad de desarrollar su propio medioevo en virtud de la invasión musulmana que hizo de su cultura la más esplendorosa de su tiempo; la expulsión de los árabes de la península y la integración de Castilla y Aragón coincidió con el descubrimiento de América, lo que posibilitó a España desplegar el feudalismo y el oscurantismo –que apenas había conocido– en las tierras recién conquistadas. El Maelus Maleficorum es un voluminoso tratado sobre las especificaciones de los suplicios a que eran sometidos los herejes y los endemoniados. La Santísima Inquisición Española en Lima fue la más terrible de su época y la que más víctimas tuvo en América, mientras que en Europa ya alumbraba el Renacimiento. La Inquisición en Lima siguió en funcionamiento hasta el siglo XIX.

El romanticismo del siglo XIX retomó la complacencia en lo tenebroso. Así podemos leer en un poema de Las Flores del Mal de Baudelaire (“El muerto jubiloso”):

En una tierra grasa, de babosas repleta,
Cavar yo mismo quiero una fosa profunda
Donde a gusto mis viejos huesos pueda instalar,
Y dormir feliz como escualo en las olas.
Odio los testamentos como las tumbas odio;
Antes de mendigar una lágrima al mundo
Mejor quisiera invitar a los gusanos
A mondar hasta el fin mis despreciables huesos.
Gusanos, ciegos, sordos, oscuros compañeros,
Un muerto sonriente y jubiloso hacia vosotros marcha;
Filósofos procaces, hijos de la carroña
Id a través de mi ruina y decidme
Si queda una tortura aún para un cuerpo vacío
Y muerto entre los muertos.

En cambio la corriente esteticista deploraba lo grotesco de tales imágenes, aunque, no obstante lo encubría en su arte. Wilde diría: “La vida es una cosa demasiado importante como para ser tomada en serio”. Algunos autores inclasificables como Poe dan lecciones insuperables de lo terrorífico de la muerte, y otros, menores, como Stoker o Lovecraft son reconocidos por su fértil imaginación en estos campos. Hasta Vallejo parece estar frecuentemente obsesionado con la muerte (“La violencia de las horas” en los Poemas Humanos):

Todos han muerto
Murió doña Antonia, la ronca, que hacía pan barato en el burgo.
Murió el cura Santiago, a quien placía le saludasen los jóvenes
y las mozas, respondiéndoles a todos, indistintamente:
“Buenos días, José! Buenos días María!”
Murió aquella joven rubia, Carlota, dejando un hijito de tres meses,
que luego también murió, a los ocho días de la madre.
Murió tía Albina, que solía cantar tiempos y modos de heredad,
en tanto cosía en los corredores para Isidora, la criada de oficio,
la honrosísima mujer.
Murió un viejo tuerto, su nombre no recuerdo, pero dormía
al sol de la mañana, sentado ante la puerta del hojalatero de la esquina.
Murió Rayo, el perro de mi altura, herido de un balazo
de no se sabe quién.
Murió Lucas, mi cuñado en la paz de las cinturas,
de quien me acuerdo cuando llueve y no hay nadie en mi experiencia.
Murió en mi revólver mi madre, en mi puño mi hermana
y mi hermano en mi víscera sangrienta,
los tres ligados por un género triste de tristeza,
en el mes de Agosto de años sucesivos.
Murió el músico Méndez, alto y muy borracho,
que solfeaba en su clarinete tocatas melancólicas,
a cuyo articulado se dormían las gallinas de mi barrio,
mucho antes de que el sol se fuese.
Murió mi eternidad y estoy velándola

Puede que la psicología nunca halle una explicación satisfactoria para la presencia sostenida de la muerte en el pensamiento humano, y que siempre el arte, las religiones y la filosofía le lleven ventaja. En ningún tiempo en la historia de la humanidad han habido tantas muertes, proporcionalmente a la población, como en el siglo XX, y no precisamente por “causas naturales” como la vejez o la enfermedad (léase guerras mundiales, bomba atómica, campos de exterminio, etc., etc.). Freud en 1920 concibió la existencia de una pulsión de muerte indesligable de una pulsión de vida que se manifestaría en forma de libido y agresión (la palabra Thanatos o thanático no aparece por ninguna parte). Estas pulsiones serían distintas del instinto animal pues no obedecerían a un programa determinado biológicamente, sino que carecerían de un “objeto” predestinado en el cual descargarse. Esto se hizo ostensible, por ejemplo, a través de la observación de las perversiones sexuales, donde el objeto de la pulsión sexual no es el individuo del sexo opuesto, o el coito con él, sino cualquier otra cosa. El principio del placer es una tendencia del organismo a sustraerse a todo estímulo que sería registrado como displaciente y a retornar, por fin, a un estado inactivo y homeostático original y marginal a la vida; en esto consistiría la pulsión de muerte. Cuando esta pulsión de muerte es revertida contra el propio individuo tendería a su autodestrucción, y si es dirigida hacia el mundo exterior se evidenciaría como agresividad y destructividad. Sin embargo siempre se presenta en conjunción de ciertas magnitudes de libido, como por ejemplo en el sadismo y el masoquismo. Hasta en la furia más ciega e irrefrenable que remece naciones es posible advertir ciertas dosis de erotismo inherente a la crueldad; así como también en el amor más puro y sublime hallamos los celos y el temor a la pérdida.

Otros autores psicoanalíticos como Melanie Klein veían la actividad de la pulsión de muerte expresada en forma de ansiedades que podían ser paranoides o depresivas. La ansiedad paranoide es un sentimiento de incesante persecución ante la inminencia de la desintegración al inicio de la vida. Esta ansiedad es objetivada en el pecho de la madre por obra de la pulsión de muerte, sintiendo así a este pecho como un implacable perseguidor; mientras que la ansiedad depresiva consiste en un sentimiento de profunda culpa y dolor ante la fantasía de haber perpetrado un daño muy grande a la madre al descargar tendencias hostiles y odio. Lacan entiende a la pulsión como la repetición contra el principio del placer, y de ahí que la única pulsión posible sea la pulsión de muerte cuya función es gozar a través del individuo pero independientemente de él. En tanto el ser vivo está sometido a la reproducción sexuada, está marcado por su propia muerte: por el hecho de advenir a la vida por el sexo, se gana la pérdida de la vida. Se trata así no de la muerte al final de la vida, sino de la muerte que la vida misma lleva. Entonces Lacan cita a Heráclito: “al arco (biós) se le da el nombre de la vida (bíos) y su obra es la muerte”, lo cual podría interpretarse como que el nombre del arco es la vida, y su función es muerte.

Rainer Maria Rilke escribió: “Oh, Señor, da a cada uno su muerte propia, una muerte que derive de su vida, en la cual hubo amor, comprensión y desinterés. Pues sólo somos la corteza y la hoja. Y la gran muerte que cada uno lleva en sí es el fruto en torno del cual todo gravita”.


* Publicado en Generación X. (1999): Año III / No. 19. Generación X, E.I.R.L. Lima. csparrowly@hotmail.com

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